El olivar de la muerte
no canta ya a sus difuntos,
ya no encanta.
Suma puntos
la bruja que da la suerte.
No aposté para quererte
cardo ayer, candil de alcoba,
edil con dientes de loba,
careta que cabizbaja
de saldos de la rebaja
subió montando una escoba.
Y en su puesto, sólo apuesto
dos centavos y un comino,
un bedel que anda el camino
con los calzones de incesto.
Suspiros que lleva el cesto
con el “ay” que vuelvo a verte,
ya no volveré a perderte
cara y cruz careta mía
que talas en mi agonía
el olivar de la muerte.
Dueño fuí, si no del huerto
que cultivaba en mis lares,
sí mandé, sudando a mares,
mi bajel oliendo a muerto,
que aunque me dieran por cierto
que no hay pájaro a la vista
no hay nadie que se resista
a ver cómo llena el buche,
(mi muñeco de peluche
también se encuentra en la lista)
y en su cara aventurera
leo el gesto del indulto,
políticos del insulto,
televisión carroñera,
y es tonto el que no creyera
que el sol alumbra de día,
detrás de una celosía
alguien guardaba un estuche.
(me contaba mi peluche
huele a loreal la tía).
A medio peinar las canas
dos analistas del barrio
los vi cumpliendo el horario
repicando las campanas,
los hay que pelan bananas
sin sudar la camiseta
con media pierna obsoleta
y la conciencia hecha un higo,
(la redondez del ombligo
de mediterránea dieta).
Y puestas a hacer pucheros,
lloronas de capa larga
no soportan que su carga
vaya tapando agujeros,
así que poniendo peros
al rigor de cada pauta
aprendí a tocar la flauta
de mangante presumido,
un vago en sazón y olvido
que soñó ser astronauta.